Querida Cris:
De nuevo, papá y yo regresamos a aquella sala fría y gris. Me pareció que estaba más iluminada, quizá porque dentro de mi imaginación me aferré a la idea de que, aunque ya no estabas aquí, una parte de ti seguiría viva en otras personas que podrían seguir gracias a ti. No entraré en terribles detalles, pero tuvimos que repasar los órganos que sí podrías donar y los que aquel desalmado había destrozado, arrebatando incluso esa posibilidad.
Antes de terminar, le pregunté a la mujer que tramitó aquel proceso desgarrador si habría posibilidad de conocer a las personas que recibirían tus órganos. Ella respondió que sí, y esa respuesta fue como un minúsculo rayo de luz entre tanta oscuridad.
Cuando salíamos, ya hacia casa, vimos como el hospital se llenaba de amigos y familiares, era un río constante de lágrimas. Algunos entraron a verte, temblando y con el corazón hecho pedazos, mientras otros preferían quedarse aferrados a la imagen de tu risa despreocupada y contagiosa, de aquella luz que desprendías siempre, tu preciosa luz… y no me extraña.
Sabes, cariño, tus amigos me pasaron un pequeño video tuyo, muy cortito, sonriendo… lo veo siempre que lo necesito, por un instante, parece que aún estás aquí, iluminándolo todo. Ese recuerdo de tu sonrisa será siempre mi faro en la oscuridad, mi luz en medio de la tormenta, un pedacito de ti que me duele y me abraza a la vez.
Más tarde, ya en casa con toda la familia (menos tú), nos sentamos a la mesa, fue la comida más triste, llena de silencio y lágrimas contenidas. A penas podíamos tragar, la pena nos atravesaba la garganta. Apenas habíamos terminado cuando sonó el teléfono… esa llamada volvió a destrozarme.
Nos comunicaron que no podrías donar tus órganos, porque al tratarse de un asesinato debían hacerte la autopsia. De nuevo sentí cómo me arrancaban la esperanza de que una parte de ti siguiera viva en otras personas. Te llevaron al anatómico forense y allí te dejaron, muerta, fría, en una cámara frigorífica, como si fueras un objeto y no mi preciada niña. En ese instante, el frío regresó a mí con más fuerza, me invadió por dentro, helándome el alma. Yo me hundía cada vez más, sin salida, con la certeza de que nunca volverías a mi lado, ni siquiera a través de otros.
En casa no dejábamos de llorar, pero océanos de lágrimas no te devolverían a la vida. Y ahora mi poder, —que siempre ha sido como tú bien sabes, mi imaginación —, se convirtió en mi peor enemiga, no podía dormir, únicamente me venía a la mente la imagen de tu cuerpo desnudo, con multitud de heridas tendido muerto y frío en una cámara frigorífica, con una etiqueta con tu nombre. Esa escena mental y la idea de que te hicieran una autopsia no me dejó descansar en toda la noche.
¡Perdóname, mi niña, no pude protegerte!

