Menú Responsive

Querida Cris,

En la mañana del jueves, 30 de junio de 2022, recibí una llamada para recoger a mi amiga Esther del trabajo. Se había mareado y la llevé al hospital. Tu hermano se quedó jugando en casa y tú, mi niña, habías pasado la noche anterior con tu novio, Edu.

Los recuerdos de ese día a veces se me presentan como destellos, pero hay momentos que guardo con claridad en mi corazón. Sé que pasé a buscarte entre las 13:30 y las 14:00. La plaza de discapacitados, en la que solía aparcar siempre, estaba ocupada, así que me detuve en una esquina cercana y te llamé para que bajaras.

Al abrir la puerta del coche, entraste radiante de felicidad. Me saludaste con un abrazo y un beso, como siempre, mi niña cariñosa. Llevabas una caja en las manos, y con esa emoción que te caracterizaba, me contaste que era solo uno de los muchos regalos que Edu te tenía preparados para tu cumpleaños. En ese instante, te vi tan feliz, tan llena de vida y con alegría despreocupada, esa que hacía tiempo que no mostrabas. Guardaré esa imagen en lo más profundo de mi ser, porque eras pura luz. Y esa luz, mi amor, es la que siempre llevaré conmigo.

Me enseñaste el regalo que te había comprado Edu con tanto amor: un pantalón de cuero negro. Lo mostraste con alegría, con ese brillo en los ojos que aparece cuando las emociones nos dominan. Siempre fuiste tan intensa con tus sentimientos, podía ver que estabas enamorada.

Después comimos juntas y vimos otro episodio de The Walking Dead. No llegaste a terminar la serie, ni esa ni tantas otras. Ahora, cada vez que veo una película sola, pienso: “A Cris le habría encantado esta”. Mi corazón te extraña tanto… Hay cosas que ya no hago, y otras que hago sola, pero ninguna podrá ser ya nunca igual. Sin ti, nada vuelve a ser lo mismo, todo lleva tu ausencia marcada.

Más tarde, cerca de las 16:00, subimos y nos tumbamos, como solíamos hacer, en la cama. Charlamos sobre tu día, el mío o lo sana que era tu relación con Edu. Yo te metí un poco de prisa para que te duchases y te preparases, porque tenías que quedar con Amy… y, como siempre, ibas tarde.

Más tarde, cuando ya eran casi las 16:50, te dije:

—Cristina, tienes que sacar a Scooby.

Tú resoplaste, porque sabías que ya no había tiempo, y yo insistí… insistí sin imaginar que ese pequeño instante marcaría tu destino y el de toda nuestra familia para siempre. Hoy me duele hasta el alma no haber cambiado nada, no haber tomado otra decisión, no haberte retenido. Me pregunto una y otra vez: ¿por qué te insistí?, ¿por qué no nos fuimos juntas?…

Esa pregunta me perseguirá siempre, hija mía. Mi culpa vive en cada recuerdo de aquel día y de muchos otros. Siento que si hubiera hecho algo distinto, tú seguirías aquí, a mi lado. Y ese pensamiento me rompe, me atraviesa y me pesará siempre.

Si hubiera sabido que esa sería la última vez que te abrazaría, nunca te habría soltado.

Si hubiera sabido que ese era tu último día en este despiadado mundo, te habría dado las gracias por ser tú, por tu sonrisa, por tu alegría que iluminaba cada rincón. Te habría repetido una y otra vez lo orgullosa que estaba de ti: por tu fuerza, por haber salido de una relación tan tóxica, por tu valentía y por tu luz.

Y sobre todo, te habría besado una y otra vez, susurrándote como siempre:

—Te quiero mucho.

Y tú, mi niña, con tu ternura y esa certeza que solo tú tenías, me habrías respondido:

—¡Yo te quiero más!

Gracias, princesa, por haber formado parte de nuestro mundo, por regalarnos tu risa, tu amor, tu vida. Siempre serás mi alma gemela, mi luz eterna.

En medio de mi dolor, sé que lo que de verdad quiero que me quede grabado es el amor inmenso que nos unió. Ese lazo, ese vínculo que teníamos que nadie podrá volver a ocupar nunca.