Querida Cris:
Nos dijeron que podíamos entrar a verte, avisándonos de que sería una imagen muy dura. Papá y yo entramos, vestidos con los trajes de aislamiento que ya habíamos usado antes: patucos, gorro y mascarilla… Yo seguía con el mío puesto, porque estaba helada de frío, y había pedido a las enfermeras que me dejaran el traje, pues tiritaba de frío.
Entré rota, llevaba encima todo aquel equipo estéril, pero por dentro yo estaba hecha pedazos y sentía mucho frío, seguía tiritando. Al verte, mi mente se colapsó; quería despertar de aquella pesadilla macabra, pero era tan real. Cariño, estabas conectada a varias máquinas, intubada, con tu ojito derecho morado e hinchado como una pelota. Me dijeron que ya no sentías nada… pero yo…, yo…, no podía creerlo.
Y me acerqué despacio sin parar de llorar a tu carita linda, tu rostro reflejaba tanto dolor que se me partió el alma. Esa imagen quedará grabada en mi mente hasta el final de mi triste existencia.
Te acaricié el pelo, como a ti te gustaba, mientras mis lágrimas caían sin freno. Solo me salía decir, una y otra vez: mi niña, mi niña, mi bebé. Tu piel estaba fría, estabas intubada, y tus perfectos dientes ahora estaban rasgados por la intubación. Me incliné sobre ti mientras un respirador artificial movía tu pequeño pecho. Te habían puesto una manta que irradiaba calor, y por un instante quise creer que respirabas. Te abracé, me eché sobre tu pecho, sintiendo cada respiración artificial como si fuera un último hilo de vida entre nosotras.

Mi mente y mi voz solo repetían, sin descanso: mi niña, mi niña, mi bebé. Quería morirme allí mismo, y lloraba sin consuelo. Busqué tu mano entre tantos aparatos, y al encontrarla, aún con restos de sangre, la tomé y la besé. Estaba helada. No dejaban de repetirnos, que ya no sentías nada, no sentías dolor, ni nada… pero yo no podía soltarla. Mientras papá continuaba hablando con los médicos… y de repente, noté que me caía al suelo, no quería dejar de sostener tu mano que estaba inmóvil y fría. Mis piernas no me sujetaban, de estar toda la noche en vilo, temblaba entera. Y me separé para poder sentarme en un sillón que había a tus pies.
Papá entró también, llorando. Te besó y te abrazó, roto de dolor, igual que yo. No podíamos creer lo que veíamos; no dejábamos de imaginar el sufrimiento tan inmenso y la desesperación que habrías sentido en el parque, sola, sin que nadie te ayudase. Solo un monstruo capaz de la mayor crueldad podría hacerte algo tan salvaje. Nos abrazamos los dos, destrozados, y salimos llorando. Pues, había llegado la hora de volver a casa para dar la terrible noticia a tu hermano, que mantenía la esperanza de que ibas a sobrevivir. Y también contarle a tu abuela, que con 86 años luchaba ya contra la demencia.

