Querida Cris:
Entré al Hospital 12 de Octubre corriendo; mientras papá aparcaba, yo corría sin sentir mis pies, con el corazón desbordado, las lágrimas nublándome la vista y la voz quebrada, preguntando una y otra vez dónde estabas. La desesperación me atravesaba. Recuerdo que una mujer se acercó a mí y me dio una botella de agua, pequeños gestos empáticos que hoy permanecen, aunque su rostro se haya borrado de mi memoria. Mi amiga-hermana Esther apareció para estar a mi lado, como lo ha hecho siempre. La policía no dejaba de acercarse, entrando y saliendo, como si también ellos presintieran lo peor. Nos dijeron entonces que habían sido 17 puñaladas… pero ahora sé, por tu autopsia, que en realidad fueron 42 cuchilladas. Cuarenta y dos golpes de odio que desgarraron tu cuerpo; cuarenta y dos heridas que se clavaron también en mi alma para siempre.
Llegó papá y nos llevaron contigo; te abrazamos y te dimos un beso antes de entrar al quirófano. Luego llegaron tus tíos; tu tío Francisco estaba trabajando fuera y condujo de tirón para estar con nosotros allí, todos hundidos, esperando las noticias de cada operación. Yo llevaba conmigo aquel bolso enorme, repleto de tus cosas, como si dentro llevara también la esperanza de volver a cuidarte, de ser otra vez tu refugio. No me daba cuenta de que mis manos temblaban: a veces buscaban las de papá, otras se aferraban al bolso con tanta fuerza que me rompía las uñas, y otras, abrazada a tus tíos, que no se movieron del hospital.
Me levanté mil veces; me dolía todo el cuerpo. Papá y yo caminábamos sin descanso en círculos, una y otra vez, alrededor del quirófano, como dos fantasmas atrapados en un mismo laberinto. A ratos, nos sentábamos con tus tíos, que nos decían palabras de esperanza, aunque nuestra angustia era tan grande que ninguna palabra podía consolarnos.
En cada intento por estabilizar tu cuerpo, en cada intervención, era como si nos arrancaran un pedazo de corazón, porque ya presentíamos que tu precioso corazón se estaba apagando lentamente… Papá, mientras, con su mirada de médico calculando y su corazón de padre hecho añicos, creo que ya lo intuía. Recuerdo que me dijo con voz rota: “Cariño, si sale de esta, quedará muy, muy mal…” Y entonces llorábamos los dos, abrazados a la impotencia. Yo solo pensaba en entregarme en tu lugar, como fuera; hasta hice en silencio un pacto con el diablo, rogándole que me cambiara por ti. Papá y yo lo habríamos dado todo para salvarte, hasta nuestra propia existencia.
De repente, entre tanto dolor, en mi mente apareció el recuerdo de que, cuando caíste al suelo, nos dijeron que habías pedido que avisaran a tu padre, como si en sus manos, que tantas veces te sanaron, hubieras podido encontrar la salvación. Tú buscabas esas manos siempre cariñosas y reparadoras, las de tu médico favorito, tu refugio en la vida. Pero, ¿quién puede sobrevivir a 42 cuchilladas? Ni siquiera el amor más grande, ni siquiera las manos que tantas veces curaron tus heridas de niña, pudieron rescatarte de tanta crueldad.
Tras varias operaciones, después de tantas horas en vilo, nos llevaron a una sala fría y gris, un lugar que parecía hecho de sombras; a mí me pareció sacado de Momo —esa sensación de lugar frío, gris y opresivo, donde el tiempo parece detenido y los “hombres grises” roban el tiempo a las personas y la esperanza desaparece—.

Luego… alguien entro en la sala gris y colocó sobre la mesa una bandeja con tilas, como un gesto inútil frente a un abismo tan cruel. Y en ese instante, entraron varios médicos con los rostros ensombrecidos, sus miradas fueron más elocuentes que cualquier palabra: ya lo intuíamos, pero aun así nos lo dijeron. Nos explicaron que, debido a la parada cardiorrespiratoria y a toda la sangre que habías perdido, tu cerebro no había recibido oxígeno. Habías muerto…
…Yo me imaginé lo difícil que debe ser para un médico dar una noticia así y, sin pensarlo, hundida por el dolor, le di las gracias. Pero el cirujano me respondió, con la voz quebrada y el rostro descompuesto: “No me dé las gracias…” “No me dé las gracias…”
Y en ese silencio helado, sentimos que nuestro mundo se quebraba para siempre. Y ¡No! No era la muerte natural, te había asesinado un monstruo. Nos abrazamos y lloramos sin consuelo. Recuerdo que, entre sollozos, le dije al tío Juanma: “¿Y ahora qué hago?” Su respuesta, tan triste como impotente, me atravesó el corazón: “Lo que quieras… haz lo que quieras.”
